Pedir que una mina formal cierre por seguridad puede sonar razonable, pero es un grave error, sobre todo en regiones como la nuestra.
Quienes operan legalmente están bien geolocalizadas y separadas de las zonas de minería ilegal. La policía puede intervenir sin necesidad de frenar la producción. Parar una mina formal es, en la práctica, dejar el camino libre a los ilegales.
Una mina no es un interruptor que se apaga.
Si se detienen los sistemas de ventilación, bombeo o energía, la mina se inunda, colapsa o se deteriora irreversiblemente. En zonas como Caravelí o Castilla, donde la actividad minera es intensa, esto implicaría perder años de inversión y trabajo.
Las estructuras que sostienen los túneles —pernos, mallas, concreto— se degradan sin mantenimiento. Incluso las presas de relaves, si no se supervisan, pueden fallar y causar desastres ambientales de gran escala.
También hay un impacto humano enorme pues miles de familias arequipeñas viven directa o indirectamente de esta industria.
No solo hablamos de mineros, sino también de cocineros, transportistas, proveedores, técnicos, médicos. Si la mina se detiene, todos ellos se quedan sin ingresos. La cadena de pagos se rompe y las comunidades pierden recursos vitales.
Incluso en huelgas, los propios sindicatos acuerdan mantener operaciones mínimas, porque saben que parar por completo puede destruirlo todo.
Cerrar una mina formal en Arequipa, como pretenden hacerlo en Pataz, es un regalo para los ilegales.
Ellos entran y salen cuando quieren, sin control ni respeto por la vida o el medio ambiente. Si la empresa formal se retira, los ilegales toman el control. Ya lo vimos durante la pandemia: solo el mantenimiento constante evitó que mafias se adueñan de las zonas mineras.
En Arequipa, como en otras regiones del país, la minería formal no es el problema. Es parte de la solución. Pararla sería un error costoso. Pero seguir tolerando la minería ilegal sí es verdaderamente criminal.